Biografía
Voy a leer una carta-recuerdo de mi vida, unificada a mi poesía. Esta carta es de Laurentino Agapito Agaputa, Licenciado en Filología Patafísica, Calvo Universal, Medalla del Marqués de Sade y Premio Nobel de Pornografía. La carta dice así:
« Querido amigo Manuel Pacheco:
Dicen que lloraste antes de nacer. ¿Presentías una existencia poco grata? No contento con protestar en el vientre de tu madre, naciste diferente, con seis dedos en cada mano y seis en cada pie. Tus dedos eran tan originalmente surrealistas que no podías usarlos. Tenían uñas, pero no tenían huesos. Eran como lombrices con picos de pájaros, y te arrancaron los dedos porque no te servían para nada.
Estabas marcado por el signo zodiacal Sagitario: personal, rebelde y admirado por todos. Tu padre te quería mucho. Pregonaba a los cuatro vientos que tenías que ser algo distinto a los demás. Tu padre construía zapatos para medir las huellas de los hombres. Un almendro en forma de muerte marcó tu soledad, y quedó tu silueta obsesionada por la muerte indirecta de tu padre, que murió por cogerte unas almendras.
¿Recuerdas que tu madre intentó trabajar para sus cuatro hijos? Le fue imposible, y entraste en un hospicio a la edad en que los niños estaban defendidos por los regazos de sus madres. Y te sentiste solo, pero en tu debilidad había algo como un escudo para tu defensa. Ese Algo era la terrible belleza de LA POESÍA.
El hospicio estaba situado en el corazón del Hospital Provincial. Era insano, con muchas enfermedades, resaltando la tiña: niños convertidos en viejos, con sus cabezas calvas oliendo a hediondas letrinas. Os levantaban a las seis de la mañana. En un larguísimo lavabo el frío del invierno convertía en acuarelas de escarcha los cuadros de los espejos. La clase de doctrina era terrible, porque si no contestabas las absurdas preguntas del catecismo Ripalda te pegaban con una palmeta en tus manos ateridas. Maquiavélicamente hablando (no podías saber quién era Maquiavelo, pero tu fin justificaba tus medios…) estudiaste el cartón-latín de la misa y te metiste a monaguillo para poder salir y ver todos los días a tu madre, libre de la prisión hospiciana.
¿Recuerdas la rabia de aquella monja que te quería tanto cuando eras monaguillo? Venía rabiosa de su exilio cuando la República suspendió sus hábitos. Ahora, a su regreso, descargaba sus odios contra los pobres hospicianos. Durante la República, unas señoritas se hicieron cargo del hospicio. Fueron los mejores años de vuestras vidas. La monja intentó que antes de las comidas se rezara el rosario, cosa muy absurda, porque los alimentos son bendecidos y no rosariados. Los niños rezaron el rosario, pero la monja los quería obligar a rezarlo doble. Los niños se opusieron. Entonces ella gritó:
– ¡Todos de rodillas!
Y solamente tú no cumpliste sus órdenes. Ella te denunció al Delegado, que era comandante de la Guardia Civil. El Delegado no te castigó. La monja, llorando de rabia, gritaba: ¡Te han envenenado los republicanos, te han envenenando los rojos! Y tú le contestaste que a ti no había quien te envenenara.
Luego entró un Delegado gruesamente católico, apostólico y romano. Quería mucho a las monjitas, y ellas le hablaron contra ti, para hacerte la vida imposible. No te podían echar del hospicio hasta los dieciocho años, pero llegaron dos animales (perdón, dos alemanes…) que pretendían convertir a los muchachos en bestias para la guerra. Tú alegaste enfermedades del corazón. Te hicieron serios reconocimientos. Y como estabas sano te insultaron, llamándote mal patriota, carne de fusilamiento y otras palabras que eran como sonidos de aire de flautas penetrando por tus oídos.
Como eras carpintero, y ganabas 1’50 pesetas diarias, y tu madre trabajaba en varias casas, te saliste del hospicio a vivir en una celda de un gran caserón de la calle de Gabriel, que antes había sido un convento. Pero tenías libertad, que para ti valía más que todo el oro del mundo.
Cuando apenas tenías dieciocho años te metieron a soldado en una guerra de españoles que tú llamaste incivil. Ayuntamientamente hablando, te preguntaron si tenías algo que alegar. Tú alegaste ser hijo de viuda. Te malcontestaron diciéndote que estábamos en guerra, y ser hijo de viuda no valía para nada, que tenías que defender a la ¿Patria?. Seguiste alegando enfermedades de sentimiento – léase corazón – y te hicieron cardiogramas, te pasaron por los Rayos X. Pero tenías el corazón sanísimo.
El comandante médico, Bueno de apellido (su bondad era solamente su idem) te amonestó llamándote anti-patriota y no sé cuántas gilipolleces más. Te soldaron en la Guerra Incivil y te trasladaron a Vitoria. Fuiste soldado de quinta, porque no había otro nivel más bajo, y estuviste pasando mucho frío, tú que como extremeño eras amiguísimo del Dios-Sol.
El humorista Álvaro de la Iglesia tituló a una de sus novelas Lo malo de la guerra es que hace pum. Ya había poco pum en una guerra que terminaba. Te fuiste voluntario e hiciste turismo a cuenta del Estado, viajando por varias capitales de España, hasta caer en Oyarzun como escolta de prisioneros de guerra. Tenías órdenes de llevar las cartucheras llenas de balas y el fusil cargado, dispuesto a disparar. Pero tú llenaste tus cartucheras de velas para leer poesía, y no de balas para matar a seres humanos. Cuando hacías guardia en Oyarzun, al sargento le pareció oler la cera. Pesó las cartucheras y preguntó qué llevabas dentro. Le respondiste: “velas”.
El sargento preguntó quién era ese tío que en vez de llevar balas había llenado la cartuchera de velas. Le dijeron que era poeta y no te castigó, ya que a los poetas los tienen por locos. ¿Recuerdas el poema que hiciste sobre el particular?
Soldado, dijo el sargento,
tus cartucheras no pesan.
No llevo balas de muerte,
llevo velas.
El crepúsuculo de Oyarzun
encendía las estrellas.
¿Recuerdas el cajoncito agaputesco que los soldados te ayudaban a llevar por los Pirineos, creyendo que contenía productos básicos de Extremadura y pensando ser invitados a la comida cerdera del chorizo, la morcilla, el salchichón, el jamón, el tocino, los quesos y la célebre técula-mécula de tu oliventino pueblo? Un día abriste el cajón y casi te matan. El cajón era tu biblioteca. Y ya nunca te ayudaron a llevar el cajón, que solo contenía alimentos para lo que llamamos Alma.
¿Recuerdas cuando te hicieron desarmar el fusil y al intentar armarlo te sobraban piezas? Un amigo de Dios los cría y ellos se juntan te limpió el fusil. El sargento ejemplarizó tu rapidez de buen soldado conocedor de las armas. Y así se escribe la historia, porque el sargento no sabía que tus tiros al blanco daban siempre en lo negro. Quiero decir que si tirabas a la silueta del blanco le dabas a una lata de alquitrán situada a doscientos metros, o rompías las ramas de un árbol situado a la misma distancia.
Después de terminar la guerra y venir ¿la Pazzzz…? fuiste rodando del caño al coro y del coro al coño de todos los oficios. Cansado de ser aprendiz de todo y maestro de nada, te metiste en esa jaula que describió Franz Kafka y se llama oficina. Luego de pasarlas putas trabajando muchos años, noches, domingos y días festivos, el Estado os dio la opción de ser funcionarios y os metieron en unas oposiciones, tipo test, en la ciudad de la Giralda.
A pesar de no creer en el porvenir, que nunca llega, y estar en este presente que rápidamente se hace pasado, y no teniendo prejuicios académicos, porque naciste humanamente o rebeldemente poeta, iniciaste el lenguaje desnudando el impudor de las palabras y atando al rabo de la sintaxis los alambres de los verbos, adjetivos, artículos y preposiciones propias e impropias. Si Ortega y Gasset escribió que la poesía es el álgebra superior de las metáforas, tú eres un metafórolo, aunque las palabras las guardes en el desván de tus desvaríos.
Continuaste cuarenta y dos años en la oficina. La poesía te dio fortaleza para morir-viviendo en esta tierra sin poder matar el dolor de tu mujer, de tu hijo, de tu madre y hermanas y de todos los que se sienten golpeados por los emisarios de la muerte.
Y ya, mis agaputísimos abrazos.»