Pisando el asfalto, cruzaste la plaza
y te seguí en tu caminar luminoso.
Eras alta, de una altura llena de equilibrios
para alcanzar en tu estatura
el pleno movimiento que ondulaba
como la voz de un blue
el abanico de tus caderas.
Un cura miró la brisa de tu cuerpo.
en el desnudo desierto de la plaza.
Un cura miró tu cuerpo,
acarició tu hermosísimo cuerpo.
¿Era pecado? No, no podía ser pecado
la mirada de aquel ministro de un Dios
que dicen creó la belleza.
No podía ser pecado su mirada
bebiendo lentamente
la más hermosa obra de su Dios.
Lo miré y apartó sus ojos
sedientos de la fresca fuente de tu cuerpo.
Seguía mirándote desnuda,
poseyéndote en mitad de la plaza quemada,
con esa inocente naturalidad
con que se poseen los maravillosos perros.
Pensé en el sueño del amor,
en el olor que en la penumbra de la siesta
ondula una flor negra que desvela,
flota como el calor
y adormece sin que sea
posible alcanzar su tacto extraño.
Pensé en el juego del amor,
en tu verdad derramada como el agua,
desnuda, sin la verticalidad
que hacía mover tus caderas
para el poeta y el cura.
Pensé en tu temblor, en esa verdad
donde terminan todos los idilios.
Soñé en la placidez de mi mano
inmaterial para no dañarte,
sin sonido, hablándote
en el mudo lenguaje
del tacto de los dedos.
Soñé en el verso de mis manos
cantando tus rodillas,
subiendo como aceite por tus muslos,
ahogándose en tu flor estremecida y húmeda.
Soñé en el verso de mis dedos
llenándote de hormigas
las suaves colinas de tu vientre
y rodeando con anillos de lumbre
los pezones de tus pechos.
Arrojaría agua a tu sed
cuando tus labios la pidieran;
te dejaría que caminaras solitaria
y que tus zapatos de sombra de gacela
pisaran interminablemente el asfalto.
Sufriría de tu sed,
mordería tu nombre de manzana
y cuando fueras un largo gemido
me bebería tus ojos,
mordería tu aliento y tus labios:
dormiríamos en el dulce pantano
de la blanca locura.
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