Los hongos de la lepra

A la guerra futura

Por los ovarios del éter
caminaban hormigas de radium.
El sol se descolgaba
como un cáncer abierto
y raíces de napalm se comían
las caras de los niños.

Torres de litio buscaban
las veletas del primer nacido.
Sólo quedaba el sueño de las barcas
y un niño que cazaba mariposas.

Bajo la flor del beso
un pasillo con cejas de carbón,
una mina de sitio pantanoso,
un contacto de manos diluidas
en guantes de sal y vitriolo.

Los pájaros del radar mojaban
el espacio con signos del cero.
Bajo la piel del lirio
ciudades sepultadas.

Libélulas de uranio
golpeaban la cárcel de los átomos.
Un viejo sumergido en los quirófanos
machacaba cabezas de electrones.

Arcángeles de esparto
descendieron del sol.
Le pusieron a la tierra una corona
donde clavos con puntas de cianuro
horadaban la matriz de las espigas.
Donde el labio del hombre se doblaba
para pudrir el ángelus del beso
y las entrañas vivas de la madre
deshojaban alados escorpiones.
Donde la luz del niño
se moría de arañas
y el libro del amor
se convertía en hélices de asfalto.
Pulpos diseminados
por la piel de la tierra
conectaron la lumbre de los astros.

En el pico de un ruiseñor herido
los pechos de una santa palpitaban.
Las ventanas ponían
estilos degollados
como paisajes de teléfonos.
Los ojos azules de las niñas
se hundieron en la arena.

La longitud del hombre
era un volcán abierto
para tragar ciudades.
La pulpa del hongo crecía
hasta el pulso de las nubes.
Decretaron la muerte
del ruiseñor azul.
Bajaron escaleras de pantanos
hasta la estrella curva
de la última violeta.
Escupieron las pieles de los órganos,
el corazón del ciervo
y el buzo azul del hombre.
Después vino una orquesta de tamtanes
y un paisaje de lágrimas
se aposentó en los ojos de los muertos.

[I,89]