Poema para el dolor del hijo

Aquí estás, en la tierra,
creciendo para el polvo,
poniendo en el andamio de mi vida
los cálidos ladrillos de tu risa,
cimentando los cardos de mi sombra
con los muros alegres de tus días.

Toca mi voz de esparto seco,
mi voz de caña hueca que no tiene
ni un ruiseñor de cuento que dejarte;
toca mis manos inservibles
para ahuyentar el poso de las nieblas
que mojan tu cabeza
y traen en patas de alfiler
una caja invisible de gemidos.

Quisiera poner en tu estatura
una espiga de fósforo hacia el mundo,
una página de agua
contra la arena de la fiebre,
una alondra para cantar el alba,
para esconder la noche entre el rocío
y resistir los fuegos de la estrella.
Quisiera tener, pero no tengo
una semilla azul de primavera
para sembrar tus pasos de jardines,
porque me interrogas
cuando el dolor golpea tu débil arbolito
y no tengo un trozo de esponja de mi entraña
para empapar en mí sus alacranes.

Te ha nacido mi golpe de eterna cobardía,
ese golpe de semen que el hombre da a la muerte
creyendo que la vence con una nueva herida.
Estás en la tierra
apenas gota de agua de mi fuente manchada
por la sequía de los esqueletos.
Perdona la careta que te he dado,
el dolor y la risa que te he dado,
el mundo que te he dado
y esa angustia de infierno y paraíso
que tendrás en el mapa de tus días.

[II,430]