Enfrente de mi casa
entran los hombres del trabajo,
buscan el compañero azul del vino,
la cresta roja de su grito alto,
su mano borradora
de carretas de bueyes cotidianos.
Vigía de las nubes
miro desde el balcón la cruz del barro
y las sucias agujas de la lluvia
clavando las espaldas del harapo.
Bajo a la taberna
a beber con los hombres del trabajo,
a mirar en sus rostros quemados por el sol
la dulce picadura de ese gallo,
que canta primaveras donde todo es invierno.
Me encuentro con manos que trabajan,
con palabras lejanas de las redes tendidas
por todos los gramáticos.
Hablan como el ladrillo que construye a los pueblos
y ríen como niños jugando con los vasos.
Mi verso ha estado cerca del obrero.
El vino es un milagro.
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Salgo a volar mis sienes
por el campo y camino
como un dedo entallado
por un hierro de invierno.
En el árbol del sol
tiendo a secar la juncia de mis ojos,
tiendo a secar las páginas de mis pupilas
clavadas en las tablas de los números,
tiendo a secar la ropa de mis huesos
y el pájaro de paja de mi alma.
Los poetas de América
me envían un pedazo de mar.
Los poemas son nubes mariposas,
peñascos de humo,
ramajes de ortigas
de muchachas violadas,
niños hambrientos
con vientres hinchados
o mujeres preñadas
con lámparas de lepra
en las entrañas.
En una larga caña
un muchacho llevaba de bandera
una serpiente de agua.
Un hombre arranca olivos
y una nube gris cubre el árbol del sol
y baja el invierno con su golpe de maza
para romper la nuca de los pobres.
Huele a salas de fiestas lejanas,
huele a feliz como una campanada
de ceniza en los ojos de un ciego.
Huele a obrero español en Alemania,
a pieles de suburbios
y a canciones de lata.
La tradición es una caja llena
de polvo oscuro de carcomas pegadas.
Los agujeros suenan a reliquias,
tienen saliva azul de estampas,
árbol de navidad de millonario,
sonidos de campanas.
Suena un tractor tosiendo
debajo del veneno del crepúsculo.
Por el monte de pinos
baja lenta la escarcha.
[II,449]