Yo me dirijo al hombre

Yo me dirijo al hombre que se dobla
y lleva una herramienta entre las manos.
Al hombre que ha quemado sus pupilas
en el brillo absoluto de los platos.

Yo me dirijo al hombre cansado de ladrillos
en el frío esqueleto del andamio.
Al que siembra en su oscura compañera
un dolor de cadena y de letargo.

Lo demás no me importa; sé que existen
juegos de naipes, cines, balnearios,
iglesias y campanas encendidas
y vírgenes comidas por los nardos.

Yo me dirijo al hombre. He olvidado la luna,
y la brisa y el cisne y el cristal y el piano.
Canto al hombre que pudre sus espaldas de tierra,
sus cabellos de polvo y sus manos de callos.

Al hombre cirujano de la tierra
que saca de su entraña betunes y relámpagos,
que llena de cadenas los sótanos de acero
y se entierra en las minas para mover los barcos.

Al hombre oscurecido que busca en la taberna
un paisaje de niebla en el fondo de un vaso
y clavado en las uvas lleva un mundo de ojos
y mira a su mujer mordida por los trapos.

Al hombre que se quema como una astilla seca
en el hielo y el sol que da vida a los campos;
al que rompe los hierros, al que tala los bosques
y ha perdido sus hijos en el perfil de un nardo.

Yo me dirijo al hombre, a la mujer, al niño,
a esas flores de barro que son todo lo humano;
al hombre que está triste llorando por la tierra
y se pudre la vida cuando mira al espacio.

Quiero decirle al hombre que no camine solo,
que no entregue a la esquina la virtud de sus manos,
que se apriete el estómago para crear futuros
y comiendo su hambre se convierta en un látigo.

Y un airón de cipreses que os levante a los cielos
un signo de plomada a los torsos quebrados
y un clavel encendido para escupir desprecio
y enterrar en saliva la pústula del amo.

Yo me dirijo al hombre, yo quiero que me escuche;
me dirijo al obrero que ha nacido TRABAJO,
porque mi vida absurda ha servido al estómago
y mis manos de alondras conocieron los callos.

Por eso yo quisiera que mi canto partido
fuera como una lluvia de metal abrasado
y os quemara los pulsos donde late la vida
para que vuestra sangre fuera un volcán de uranio.

[II, 387]